En tierra desconocida

       —¡¿Y tú quién eres?!—. 

       Probablemente esta sería la frase que me espetaría cualquiera que creyera conocerme mínimamente. La veo venir a cámara lenta como una tarta hecha a partes iguales de sarcasmo y estupefacción que aterriza directamente en mi cara titubeante. Y es que no sabría qué responder, creía conocerlo, estaba muy segura de ello... antes.
Resulta que yo, ¡yo!, he estado albergando una idea que otrora me hubiera parecido sin duda descabellada. Una sensación, una proyección. SER MADRE.
No me conozco.

       Este sentimiento, que en una buena parte de personas parece que viene asimilado de serie y se manifiesta con la mayor naturalidad, ha estado causando estragos en mi universo particular. Es como un elefante puesto hasta arriba de estupefacientes en plena crisis histérica, armando bronca en la cacharrería de mis cimientos. ¡Y menudo estrépito! Mis convicciones, las que me han acompañado hasta ahora, no paran de gritarme que estoy loca. Y efectivamente hay momentos en los que surge efecto; mis pensamientos y sentimientos parecen volver al cauce que han seguido hasta ahora, mis convicciones aprovechan satisfechas para relajarse y fumarse un pitillo, y yo me hundo en densos y oscuros océanos de dudas. ¿Realmente es lo que quiero?

       La verdad, nunca me ha caracterizado la hiper-feminización que muy frecuentemente parece envolver a la mujer. En otras palabras, nunca he sido maripepis. Por otro lado, los niños nunca me han llamado la atención. Con uno de ellos al lado, lo más probable es que prefiera estar en cualquier otro lugar del universo (para entonces el crío ya habrá interpuesto varios kilómetros de distancia espantado por el aburrimiento).
Además, siempre han habido tantas cosas qué hacer, emprender... el mundo y sus mecanismos me fascinan. He albergado una curiosidad voraz por todo que me impedía considerar si quiera la maternidad. Se trataba de un lastre para mí en cierta forma, simplemente no la necesitaba. Y por supuesto, creo que hay muchos más papeles o estados para una mujer que el de ser madre, con los que sentirse plena, tanto personal como socialmente. Prácticamente reducirla a una mera condición, especialmente al llegar a cierta etapa de su vida, me parece deplorable.
Y para acabar de componer la situación, debido a la singularidad de cierta condición y circunstancias, ni siquiera en mi infancia he entendido muy bien a los niños, mi integración siempre estuvo algo comprometida entonces. Situación que ha madurado conmigo y de alguna menera no ha dejado de acompañarme durante todos estos años de forma generalizada. Con lo que, sin dejar de rizar el rizo, siempre he sido una rebelde nata, con un férreo criterio autogestionado (aunque abierto) al que no le cuesta en absoluto ignorar cualquier influencia si lo considera oportuno. Sin pretenderlo, ir contracorriente se ha convertido en mi manera natural de andar la mayor parte del tiempo.

       Y a pesar de todo esto, aquí estoy a mis 34 años, en un nuevo paraje de sensaciones desconocidas y sorprendentes para mí. Intentando conciliar e integrar este nuevo sentimiento en mi vida. Con cierto temor pero... vaya, ¿ilusionada?, ¡quién me lo iba a decir! Y es que el cambio es la única cosa inmutable, que diría Schopenhauer. 

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